Él es Lobito… siempre se ha imaginado siendo grande como se ve su papá en las fotos, pero sigue siendo pequeño; es un poco gordito, pues le encantan los pasteles de mora; tal vez podría comer un millón de pasteles todos los días. Usa una pequeña ruana y unas botas de plástico para ayudar a su abuela con las tareas de la finca, recoger las moras para los pasteles, las guayabas y las zanahorias.
Sus dientes todavía son pequeños. Algún día serán grandes como los de su papá, al que nunca conoció, pero sabe que lo extraña muchísimo. La abuela le cuenta que era muy fuerte, en cambio, Lobito aún no lo es. Sus orejas son cortas y tiene una agachadita. Su abuela dice que algún día se va a levantar.

Cuando era más pequeño se miraba mucho al espejo y se levantaba la oreja con las garritas; esto se le hizo costumbre y desarrolló una especie de tic, ahora se la toca todo el tiempo. A pesar de la oreja tímida, Lobito escucha muy bien y, por cierto, ama los diferentes sonidos, le gusta el canto de los grillos en la noche y las melodías de los pájaros en la mañana.
Todos los días, el primer pensamiento de Lobito, al abrir los ojos, era su gran deseo de despertar en un lugar desconocido. Repasaba el mundo a lo lejos de la cabaña del pantano y soñaba con las pequeñas luces rosadas que se dibujaban a lo lejos, casi mágicas; las nombró la aurora de los sueños. Quería caminar hasta que le dolieran las paticas, en busca de las luces de cuentos y fantasías.

Su abuela, Loba, casi no lo dejaba salir. Le hablaba todo el tiempo de los peligros del mundo exterior y le recordaba la muerte de su papá Lobo. No quería por nada del mundo que a su nieto le pasara lo mismo.
—Quiero salir, jugar y conocer el mundo. Quiero explorar, entender todo lo que hay —comentó Lobito.
—Lobito, deja de decir esas cosas. No sabes todo lo malo que hay en el mundo. Más allá del pantano de los soles hay mucha tristeza —repetía la abuela del pequeño todos los días, mientras le acariciaba la oreja.
El pequeñín no entendía muy bien sobre la maldad, la palabra no le quedaba clara. Estaba seguro de que se refería a las personas que le hicieron daño a su papá, pero también podía ser una palabra para describir un mundo lleno de colores, aventuras, sueños. La maldad podía ser un bombón de chocolate llenito de mora, o tal vez no, simplemente era algo de lo que debía estar alejado.



Un día su abuela tenía que salir a hacer las compras, tomó la canasta, no sin antes repetirle que no se alejara de casa. Lobito asintió con la cabeza y la loba cerró la puerta y se marchó. La cabeza del pequeño daba vueltas.
—¿Y si doy unos pasitos hacia afuera? Tal vez solo toque el agua un segundo y regrese a casa, o puedo caminar un poco más y buscar unas moritas silvestres de las que suele conseguir la abuela, o puedo dar un pequeño vistazo al lugar de donde vienen las luces de los sueños.
Perdido en sus preguntas, Lobito se fue alejando de casa. Consiguió las moras, tocó el agua y se acercó al lugar de donde salían las luces rosadas.
Allí se encontró un pequeño camino y lo siguió, guiado por su espíritu explorador. En uno de los costados había una casa, o mejor dicho lo que quedaba de una casa construida con madera; parecía que sus habitantes habían sido desplazados hacia otro lugar.



Lobito siguió caminando y vio un cúmulo de paja, alrededor había muchos objetos de cocina, cuadros, una bañerita. Se acercó a lo que parecía una foto, y vio una familia de tres cerditos pequeños con papá cerdo y mamá cerda. La foto tenía muchos años aparentemente. Un ruido de pólvora lejano lo hizo soltar la foto y seguir su destino.
A unos pasos había una ciudad construida en ladrillo, se veía fuerte y segura. A Lobito le gruñó la barriga. Como buen comelón necesitaba de inmediato un pastel de mora o cualquier delicia dulce.
Entró a la ciudad y lo primero que vio fue a un cerdito pequeño jugando con canicas y unos muñequitos. Se le acercó despacito y emocionado. Nunca había visto a ningún otro ser diferente a su abuela.


—Hola, ¿cómo estás? —preguntó Lobito entre los dientes, sin ser escuchado por el pequeño cerdito vestido de corbatín y ropa de escuela.
El cerdito tomaba las canicas y los muñequitos que tenía. Piu, piu, piu le apuntaba un muñequito a otro, y les tiraba una bolita a los otros personajes.
—¿Qué haces? —Lobito volvió a interrumpir.
El cerdito pequeño miró hacia arriba y le respondió:
—Estoy jugando a la guerra —afirmó.
—Guerra... guerra, ¿qué es eso? —preguntó el Lobito agarrándose la oreja.
—¡Qué chistoso, no sabes nada! Jua, jua, jua...
—rio el cerdito y agregó—: es una batalla entre los buenos y los malos. Estoy jugando con el caballero y el dragón que tira fuego por la boca —dijo el cerdito mostrando un muñequito de dragón.
Lobito estaba muy feliz con la conversación, su estómago volvió a gruñir y recordó su hambre.

—¿Sabes dónde puedo conseguir comida?— preguntó tímido el Lobito.
—En mi casa debemos tener algo. —Se puso de pie el cerdito.
—Nunca había visto a alguien como tú en La Gran Ciudad de los Tres Cerditos, ¿de dónde vienes? —preguntó el pequeño rosado a Lobito, mientras lo invitaba a su casa.
—Vengo del pantano —contestó el Lobito bajando la cabeza.
—¿No te da miedo? —preguntó el cerdito mientras abría la puerta de su casita —y agregó—, dicen que en el pantano viven las peores bestias.
—No sabía. Nunca había escuchado eso —dijo temblando el Lobito mientras se cogía la orejita.
—Dicen que a la bestia más grande la asesinó un cazador —contó el cerdito poniendo misterio en sus palabras, mientras invitaba a Lobito a la mesa.
—¿Tienes pasteles? —preguntó el gordito inquieto, viendo cómo el cerdito se acercaba a la cocina.
—Creo que hay uno de moras —comentó el cerdito emocionado.

Cerdito tardó unos minutos en servir el pastel y escuchó cómo su mamá ponía la llave con dificultad en la chapa.
—¡Llegó mi mamá! Le vas a encantar, casi nunca recibimos visita y mucho menos del pantano —dijo emocionado el cerdito.
Lobito sonrío y se puso derechito para recibir a la señora cerda. La mamá abrió la puerta musitando una melodía. Lo primero que vio Lobito fueron dos grandes bolsas de mercado.
—Hola, ya vine —dijo la señora cerda mientras cerraba la puerta con las caderas.
—Mamá acabo de hacer un amigui... —comenzó a decir Cerdito con emoción, antes de ser interrumpido por el grito de su mamá.
—¡Loboooooo! —gritó con todas sus fuerzas al ver a Lobito en la mesa. Soltó de golpe las bolsas y por el aire rodaron las naranjas, los panes, los maracuyás y las moras.
—¡Lobooooooooo! —repitió la mamá cerda con todas sus fuerzas, tomando una escoba que había detrás de la puerta.

Lobito se paró de la mesa asustado como nunca, y no alcanzó a reaccionar cuando recibió el primer escobazo. El pequeño comenzó a correr alrededor de la casa buscando una salida y llorando, mientras la cerda lo perseguía con la escoba. Le alcanzó a dar tres golpes hasta que logró salir.
El cerdito miraba la escena asustado con el pastel en la mano. La mamá cerda exaltada le agarró la oreja y lo regañó.
Lobito confundido corrió hasta que le dolieron las paticas y se tiró a llorar escondido detrás de un árbol. Esta parecía la maldad de la que tanto le había hablado su abuela. En ese momento solo quería volver a su casita, pero no recordaba el camino. El estómago le volvió a gruñir por el hambre revelando su ubicación.

Lobito escuchó un ruido que se acercaba y guardó las garritas dentro de las patas. Estaba muy asustado y respiraba agitado.
Para su tranquilidad, se dio cuenta de que se trataba del cerdito que traía un pedazo de pastel de mora con crema en un platico. Se acercó al árbol, lo dejó en el piso y dijo con fuerza:
—¡Tú no pareces tan malo! —Se fue corriendo mostrando su colita ensortijada.
Lobito salió de su escondite y se comió el pastel a toda velocidad, todavía con lágrimas en los ojos. "Malo…”. Se quedó pensando en lo que dijo Cerdito y se cuestionó sobre la palabra que todos repetían para hablar feo de los demás. Recordó a su abuelita cansada de trabajar y como siempre le ayudaba, y pensó cerrando los ojos: "de verdad yo no soy malo".

Lobito siguió un poco asustado buscando cómo regresar a casa. Una gran sorpresa lo esperaba más adelante: se encontró con un grupo de peludas ovejas. El pequeño nunca había visto algo así. Parecían nubes esponjosas en la tierra, una a una decoraban el prado, como algodón de azúcar blanco en contraste con el verde.
Las ovejas estaban solas, Lobito se acercó con curiosidad.
—Hola, ¿cómo están? —dijo suavemente el Lobito para no asustarlas.
—¡Bieeennnnnnnnn! —contestó una de las ovejitas con su tono particular.
—¿Con quién están? —preguntó el pequeño mirando hacia los lados.
—Con el pastorcito que está por ahí jugando —contestaron tres ovejitas en coro y agregaron—: ¿Quieres jugar con nosotras?
—¡Sííííí! —contestó Lobito emocionado, olvidando el susto que acababa de pasar.

Las peluditas comenzaron a saltar a su alrededor, brincaron en el prado. El Lobito recordó las luces rosadas de los sueños, estaba lleno de felicidad. No se dio cuenta cuando las ovejas se silenciaron de repente y siguió saltando sin detenerse.
Había llegado el pastorcito y lo miraba atentamente.
—Oye, ¿qué estás haciendo? —preguntó el pastorcito con tono regañón.
—Estaba jugando con las ovejitas —contestó Lobito apenado.
El pastorcito se quedó mirándolo con una idea en mente.
—Puedes seguir jugando si quieres, cuídalas mientras yo voy al río a recoger agua —dijo el pastorcito con tono malicioso.
—Claro que sí, eso me haría muy feliz —contestó el lobo.
Realmente el pastor iba a dormir un rato al final del camino y pensando que Lobito era un perro pastor, simplemente encontró una salida para seguir vagabundeando por ahí.

Lobito estuvo gran parte de la tarde con ellas. Jugaron al conteo de los sueños, donde las ovejas brincan y quien las mira fijamente se queda dormido. El pequeño cerraba los ojos y también brincaba para no quedarse dormido. Jugaron al escondite ovejero y también a “Cogiendo a la Oveja”. Cuando estaban en pleno juego, sintieron acercarse a un grupo de personas. Eran los otros pastores. Vieron al lobo y llamaron con fuerza al pastorcito. De inmediato llegó y le señalaron al animalito nuevo, quien comenzó a acercarse.
—¿Qué hace este lobo con tus ovejas? —preguntaron enojados.
—¿Lobo? ¿de dónde salió ese lobo horrible? —gritó el pastorcito mentiroso para ocultar su descuido.
Las ovejas se pusieron en frente de Lobito para protegerlo cuando los pastores llegaron en grupo a atacarlo.
Es pequeño pero se parece a ese lobo temible que se quedó con la capa roja atrancada en la garganta.

Lobito salió corriendo y los pastores no lograron alcanzarlo.
"¿Capa roja?", algo había escuchado en la historia de la abuela sobre su papá y una capa roja.
Lobito corrió y corrió. Se sentía enojado, aunque no comprendía el sentimiento.
Tenía la esperanza de que las luces rosadas de los sueños fueran un lugar mejor. Se sentó un rato muy cansado al lado de unas flores hermosas y se dio cuenta de que cerca de estas un par de ciempiés parecían hablar.
—Hijo, debes andar más atento, los saltamontes están poniendo trampas en cada rincón —dijo la mamá ciempiés con firmeza al pequeño.
—Yo solo quería jugar —agregó con tristeza el ciempiés.
—Tú eres muy importante para mí y no quiero que pierdas tus patitas por accidente —comentó con cariño la mamá ciempiés.
“¿Qué mal que los saltamontes pongan trampas?”. Pensó el Lobito regresando al camino. Se tomaba la orejita al sentirse perdido.

23

Lobito dio un par de pasos más y se encontró con dos caminos, uno parecía más largo, el otro más corto y tenebroso. Decidió tomar el largo, pues era tranquilo y tenía más flores y posiblemente algunas moras. A lo largo del camino se encontró una canasta en el piso con algunos panes secos. Como buen comelón el gordito se los trago todos. Dentro de la canasta había una cartita que decía: “Ya nos libramos de la bestia, ahora podemos ser felices”. Al final se veía la firma C.R.
A Lobito no le gustaban las bestias, se las imaginaba grandes y tenebrosas como las que describió el cerdito. Sin comprenderlo muy bien, pensó de nuevo en su papá, lo que dijeron de la niña de la capa roja, y cómo fue llamado bestia por la cerdita y los pastores.
Retomó su camino y vio a lo lejos una pequeña casita en medio de un árbol. Se acercó con miedo, deseaba regresar a casa y sentía que definitivamente no podía solo.

Lobito tocó la puerta y sintió unos pasos acercándose. Tembló cuando abrieron la chapa, estaba arrepentido, seguro lo iban a perseguir de nuevo.
Abrió la puerta una pequeña niña de capa roja. Lobito le sonrío nerviosamente y agachó la cabeza.
—Hola, estoy perdido, ¿podrían ayudarme a regresar a mi casa?
— comentó entre dientes. La niña se quedó mirándolo por un momento extrañada y le contestó:
—Hola, claro que sí. Entra, te ves cansado. —A continuación lo invitó a pasar.
En la casa todo era cálido, había sopa en el fogón. Y muchos cuadritos que parecían contar una historia.
La niña le sirvió caldo a Lobito. Por fin alguien era amable con él sin problema. Mientras comía, empezó a repasar las fotos de la pared. Al principio había una niña con una canasta de panes caminando, después se encontró con un lobo, luego el lobo se veía vestido de abuelita y después había un marco sin foto.

—Muchas gracias por la sopa, tengo una pregunta —comentó el Lobito tímidamente y un poco asustado.
—¿Por qué falta una foto? —Por un momento el pequeño comenzó a sospechar algo que lo ponía mal.
—En realidad, es algo que nos pone muy tristes y nos hace sentir raras. Hace algunos años nos hicieron daño y las cosas no salieron muy bien. Le quitamos la vida a un gran lobo que nos hizo daño con ayuda de un cazador, pero nadie merece morir. La maldad triunfó sobre nosotros, ahora la tristeza llena nuestro hogar —comentó la niña con voz triste y lejana.
Lobito se estremeció. Se dio cuenta de que era la maldad la que había acabado con su papá. Entendió lo que significaba y pensó que debía ser malo, tal vez, como todos pensaban. Dejó salir con tristeza sus garritas y los ojos se le llenaron nuevamente de lágrimas.

—Cuando te vi en la puerta supuse que venías a vengarte. Te pareces a tu papá, Lobito. Quería pedirte perdón, queremos volver a estar tranquilas y simplemente sonreír —agregó Caperucita con la voz entrecortada.
Lobito dio un paso hacía atrás y sintió una fuerte mezcla de enojo y tristeza. Frente a sus ojos estaba la causante de la muerte de su papá. Pero la niña no parecía un monstruo. Quizá, ese enojo que sentía en ese momento era el origen de la maldad. Entendió que su papá, Lobo Feroz, le había hecho daño a Caperucita y que seguro ella se había enojado, lo que causó que el cazador matara a su papá. El pequeño se negaba a sentir esas cosas malas. Había comprendido que definitivamente no le gustaba la maldad en ningún sentido y mucho menos la palabra que usó Caperucita: “vengarse”. Lobito tomó una bocanada de aire mientras dejaba salir las palabras.

—Yo no sé qué es la maldad o ya lo sé, y no quiero ser eso; solo quiero volver a ser el lobito feliz y regresar a casa. No quiero la guerra del cerdito, la mentira del pastorcito, las trampas de los saltamontes. Solo quiero tranquilidad, eso que llaman paz —aclaró Lobito mirando a la niña, quien lo abrazó con fuerza. Él se puso nervioso y también la abrazó sintiendo tranquilidad.
—Yo te voy a ayudar a volver a casa Lobito —comentó Caperucita, tomándolo de la mano.
La noche comenzaba a mudar el paisaje. Al mirar hacia arriba, el pequeño se dio cuenta de que estaba bajo las luces rosadas. Se encontraban sobre el árbol de Caperucita, ya no las quería llamar aurora de los sueños, las quería llamar paz. Decidió perdonar a todos los que le hicieron sentir mal en el camino. Ahora solo estaba feliz y apretaba la mano de la niña de la capa roja que lo llevaba de nuevo a su hogar.